Bodas de Caná

por dónde Hacía tiempo que no me veía con mi amiga Sonia. Una de estas tardes de verano me invitó a tomar una copa en el jardín de su precioso chalet cerca del parque de El Capricho.

Cuando yo llegué sus hijas estaban cenando. Sobre el plato, un combinado de lo más apetitoso: huevo frito, ensalada fría de alubias blancas y rollitos de pavo. Mientras Sonia me servía un Albariño, Daniela, la pequeña, se destapó con una confidencia: «yo empiezo siempre a comer por lo que menos me gusta» , «¿por qué?», le pregunté: «porque así luego me gusta más seguir comiendo«; la mediana, Bettina,  decidió intervenir en la conversación, y añadió: «además si te dejas lo mejor para el final, te quedas con el sabor que más te gusta en la boca«. Sus argumentos me parecieron irrebatibles, pero miré a la madre y le confesé: «yo eso aún no lo tengo resuelto«, circunstancia en la que ella también se declaró inmersa.

De vuelta a casa en la soñadora noche de verano madrileño, me quité un peso de encima: descubrí que no tenía por qué resolverlo. Habría circunstancias que requirieran toda mi energía desde el primer momento,  razón por la cual necesitaría el buen rollo que me diera empezar por lo que más me gustase, y momentos que precisarían ser rematados con buen sabor de boca,  en cuyo caso lo más sabio sería dejar lo bueno para el final.

En ese momento admití que nunca había conseguido  entender muy bien el episodio evangélico de las bodas de Caná, donde se alaba tanto el hecho de haber dejado el vino bueno para el final. El efecto en esa boda, seguro que estuvo bien para acabar la fiesta, pero elevarlo a circunstancia universal por el hecho de presentarlo en parábola, quizá no resulte tan útil,

Araceli Cabezón De Diego

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